En Colombia, manejar a 120 kilómetros por hora no es una costumbre. Es una anomalía. Una posibilidad que se abre en apenas unos tramos de asfalto diseñados para eso: correr. Y sin embargo, incluso en esos tramos, no cualquiera puede hacerlo.
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La ley —la 2251 de 2022, mejor conocida como la Ley Julián Esteban— no lo dice de manera poética. Dice: velocidad máxima permitida, 30 kilómetros por hora en zonas escolares, residenciales u hospitalarias; 50 en vías principales; 90 en carreteras nacionales y departamentales. Pero hay una línea más, un inciso discreto: 120 km/h en vías de doble calzada sin pasos peatonales.
Esa línea es la puerta de entrada a un país diferente. Uno con separadores centrales de concreto, señalización moderna y tramos rectos que parecen pensados más para Alemania que para Colombia. Vías como algunos tramos de la Autopista del Café, la Ruta del Sol sector II o la doble calzada Bogotá-Girardot, donde la infraestructura justifica el permiso. Son pocos kilómetros, y aún menos los que cumplen todas las condiciones técnicas y legales para que un conductor —uno solo, en un vehículo particular o una moto de alto cilindraje— pueda oprimir el acelerador hasta el fondo.
Porque hay condiciones. No basta con tener un buen carro. La vía debe estar señalizada como autorizada, el vehículo debe tener revisión técnico-mecánica al día, y el conductor debe estar sobrio, habilitado y alerta. No pueden hacerlo buses, camiones, taxis, ni ambulancias. No importa si el motor ruge o si el tiempo apremia. El límite no es solo velocidad, es restricción.
Y hay más. En un país donde en 2023 murieron más de 7.000 personas en accidentes de tránsito —según cifras de la Agencia Nacional de Seguridad Vial—, cada kilómetro por hora tiene peso. Por eso, el Ministerio de Transporte estableció nuevas sanciones: multas que superan los $600.000 pesos y suspensiones de la licencia si se sobrepasan los topes. El exceso de velocidad no es un desliz. Es un delito en cámara lenta.
Pero hay algo curioso: en un país con tantas carreteras maltrechas, con curvas cerradas y pavimento vencido, que existan tramos para ir a 120 km/h es casi una utopía. Como si en medio del caos, alguien hubiese querido construir un país distinto, aunque fuera solo por 50 o 60 kilómetros.
Y ahí, en ese tramo, uno puede sentir algo que se parece a la modernidad. No dura mucho. Después viene el peaje, el retén, el trancón. La realidad. Y entonces el carro —como el país— vuelve a su paso natural: lento, irregular, lleno de obstáculos. Porque aquí, correr sigue siendo la excepción. La norma es sobrevivir.
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