En Colombia, el término «tibio» se ha convertido en un anatema político, en un comodín lingüístico con el que se castiga a quien no se alinea con los extremos que hoy monopolizan el debate nacional. Y Sergio Fajardo, acaso el blanco más recurrente de esa descalificación simplista, representa mucho más que una postura intermedia: es, guste o no, el símbolo de una posibilidad política que se resiste a ser devorada por la lógica binaria que ha secuestrado la democracia colombiana; de manera que llamarlo «tibio» no es simplemente un error de juicio, sino una renuncia deliberada a la complejidad, una validación torpe de la polarización y, en última instancia, una forma de estupidez.
Porque sí, hay estupideces que son ideológicas, otras que son estratégicas y otras que son morales. Y tildar de «tibio» a Fajardo las reúne todas. Empero, la polarización no es nueva ni exclusiva de Colombia. La padecemos desde antes del bipartidismo y también fue la base del periodo alemán nacionalista. Bajo ese entendido, Umberto Eco, en su célebre ensayo sobre El fascismo eterno, determina que «la intolerancia es la condición necesaria del pensamiento totalitario», en tanto que reducir la vida pública a un duelo perpetuo entre dos bandos —el petrista y el uribista, la izquierda y la derecha, el grito y el contraataque— crea un escenario donde cualquier matiz es sospechoso, donde pensar con autonomía es traición y donde el disenso no se debate: se aniquila.
La figura de Fajardo, con sus vacilaciones y su afán académico de comprender antes de sentenciar, ha sido ridiculizada por ambos extremos. Para los petristas es cómplice pasivo del statu quo; para los uribistas, una marioneta de la izquierda disfrazada de centro. Comoquiera que sea, lo que realmente les molesta es que representa la posibilidad —imperfecta, sí— de pensar distinto. No más y no menos.
De ahí que la estigmatización del llamado «centro» no obedece a sus errores, que los tiene y muchos, sino a su existencia misma como alternativa, porque en Colombia la presencia de una tercera vía ofende a quienes han consolidado su proyecto político a partir del odio mutuo. Pero es curioso que quienes lo acusan de ambiguo rara vez hacen el esfuerzo de leerlo, escucharlo o entenderlo. Les basta con el meme.
Lo «tibio», en este caso, se ha convertido en un cliché útil para quienes no toleran la posibilidad de que alguien pueda pensar fuera de los dos polos. Como una inquisición del siglo XXI, el nuevo dogma político impone una fe ciega en la contradicción maniquea: «o estás conmigo o estás contra mí», siendo que lo demás —el debate sereno, la duda razonada, la construcción de consensos— es visto como debilidad. Sin embargo, «no ser ni víctima ni verdugo», según diría Albert Camus, parece ser la consigna con que Fajardo, más allá de sus límites, encarna el gesto de negación ante la barbarie del absolutismo político.
Lo verdaderamente «tibio» —si se me permite la ironía— es aceptar la lógica de la polarización sin cuestionarla. «Tibio» es no denunciar que los extremos han convertido el debate político en una pelea de gallos. «Tibio» es resignarse a que el país se parta en dos mitades irreconciliables, como un espejo roto cuya fractura ya no deja ver el rostro completo. Así pues, la legitimación de «tibio» como insulto no es otra cosa que la negación del pluralismo, domesticar la democracia a partir de la obediencia ideológica. Y en ese juego todos perdemos.
Quizá haya llegado el momento de reivindicar el valor de la duda, el derecho a la contradicción, la legitimidad de no estar seguros en esta patria que, como dijo Gabo, «no escogimos por voluntad». Y sí, es verdad que Sergio Fajardo ha perdido batallas importantes, pero al menos no ha perdido el pudor de no querer incendiar el país para ganarlas.
En todo caso, el verdadero problema no es Fajardo, sino la matonería infantilista que nos hizo olvidar cómo se discute, cómo se disiente, cómo se dialoga. Una animalidad que, en su prisa por elegir un bando, ha interpuesto el dogma al juicio, el grito al argumento, la etiqueta al pensamiento.
La decencia, manque suene populista, no será nunca un acto de tibieza. Y llamar «tibio» a quien se resiste a la lógica del matadero ideológico no dice nada del aludido, pero dice mucho —y no bueno— de quien lo pronuncia. Más bien, no es que Fajardo sea «tibio», es que los extremos están hirviendo.
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