La política colombiana ha sido atravesada por un acontecimiento que no pertenece al orden de lo previsible ni de lo calculado. El atentado contra Miguel Uribe Turbay, y los dos meses de vida que Dios le concedió después de haber sido herido de muerte, constituyen mucho más que una página de violencia: son un milagro en el sentido más profundo de la palabra. Un signo que irrumpe, convoca y transforma.
Miguel no murió enseguida. Sobrevivió dos meses. Y en ese tiempo extraordinario, la nación se convirtió en pueblo orante. Familias enteras, iglesias, plazas, colegios y universidades se unieron en una súplica común que trascendió las diferencias políticas, sociales y regionales. El dolor de una familia se volvió dolor nacional, y el amor por un hijo se transformó en amor compartido por todo un país. Miguel se convirtió en el mártir cívico de nuestra sociedad: el joven que, con su agonía, nos enseñó que Colombia no puede seguir normalizando el asesinato político ni la impunidad de sus perpetradores.
Cuando Miguel Uribe Turbay cayó herido, todos nos unimos pidiéndole a Dios el milagro de su vida. Cuando falleció, muchos se preguntaron qué había ocurrido con el milagro, si se había dado o no. La respuesta es clara: sí aconteció. El sueño de Miguel se salvó en el corazón de la nación. Su misión permanece viva y camina hacia la victoria. Una victoria que no es personal ni partidista, sino la salvación misma de la democracia colombiana.
Todo milagro auténtico exige una respuesta. El signo divino no es un espectáculo para la contemplación pasiva: es un llamado para la acción transformadora. Y la conclusión a la que llegó Colombia, entre lágrimas y oraciones, es clara y unánime: en las elecciones de 2026 hay que derrotar a los asesinos de Miguel. Hay que sacar al crimen del poder. Esa es la misión que nos ha sido confiada.
En las elecciones de 2026 hay que derrotar a los asesinos de Miguel. Hay que sacar al crimen del poder. Esa es la misión que nos ha sido confiada
Aquí es donde la historia revela su sentido más profundo. Miguel Uribe Londoño, el padre, no aparece hoy como un político más que decide aspirar a la presidencia de la República. Su llamado trasciende las categorías ordinarias de la ambición política. Lo suyo no es una aspiración: es una misión. Una misión trascendental que nace del milagro-acontecimiento de su hijo y que se inscribe en el destino mismo de la patria.
Sería un error imperdonable, casi un sacrilegio, reducir este llamado a la lógica mecánica de la política convencional. Como si se tratara de un nombre más que entra a competir en una consulta partidista, o en el juego de coaliciones de siempre. Someter el milagro de Miguel a las rutinas de la mecánica electoral ordinaria sería traicionar su significado más profundo y desperdiciar la oportunidad histórica que la Dios ha puesto en nuestras manos.
Los grandes acontecimientos que marcan el rumbo de las naciones no se someten a votaciones internas ni a consultas menores: se convierten en brújula y en destino. ¿Quién osaría convocar a concurso de méritos para determinar quién debía llevar adelante la misión que encendió Martin Luther King en Montgomery, después de que Rosa Parks se negara a ceder su asiento? Los momentos fundacionales de la historia exigen reconocimiento, no competencia.
Lo mismo ocurrió en Polonia, cuando la visita de Juan Pablo II, con una sola homilía multitudinaria en Varsovia, cambió para siempre el destino político de Europa del Este. Ese acontecimiento no se sometió a la aritmética parlamentaria de un sistema comunista moribundo: se convirtió en un punto de quiebre histórico que abrió paso al movimiento Solidaridad y, finalmente, a la liberación de todo un continente.
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