Tras 65 días debatiéndose entre la vida y la muerte, Miguel Uribe Turbay falleció víctima de un atentado que estremeció al país. Dos disparos en la cabeza lo dejaron al borde del abismo, y hoy, Colombia asiste, una vez más, a un nuevo magnicidio que enluta su historia y agrava las heridas que aún no han cicatrizado.
La muerte de Uribe no es solo la pérdida de un líder político. Es el síntoma brutal de un país que sigue anclado en el odio, que no ha logrado romper con su ciclo de violencia, intolerancia y venganza. Un país donde las ideas aún se intentan silenciar a tiros, donde la palabra "enemigo" pesa más que la de "adversario", y donde la diferencia se castiga con sangre.
La historia se repite con dolorosa precisión: el país vuelve a entristecerse por los odios enquistados, por una incapacidad colectiva para procesar las diferencias con civilidad, y por una cultura política que muchas veces legitima la exclusión y la violencia.
Mientras tanto, la familia de Miguel Uribe ha pedido que ningún miembro del gabinete asista a las exequias. Y ese gesto, tan duro como simbólico, deja en evidencia que aún estamos lejos, muy lejos, de aprender a convivir en paz. La desconfianza, el resentimiento y la fractura entre ciudadanía y poder no hacen sino profundizarse.
Desde el solio presidencial, el discurso fue torpe, errático. El presidente, incapaz siquiera de pronunciar correctamente el nombre del senador asesinado, improvisó palabras sin sustento, lanzando frases vacías que, lejos de consolar, alimentaron aún más la polarización. Y en medio del luto, del miedo, del cansancio colectivo, el país volvió a preguntarse si la política seguirá escribiéndose con tinta o con sangre.
Porque en Colombia, aún hoy, pensar diferente puede costar la vida. Y ese, quizás, es el mayor fracaso de todos: el fracaso de una democracia que no ha aprendido a escuchar, de un Estado que no ha sabido proteger, de una sociedad que, por miedo o por costumbre, ha normalizado la violencia como parte del debate político.
Es el fracaso de la palabra sobre la bala, del respeto sobre el fanatismo, de la razón sobre el odio. Cuando disentir se convierte en una amenaza, cuando la crítica se castiga con plomo, cuando el silencio se vuelve el único refugio posible, ya no hablamos de política: hablamos de miedo.
Y mientras ese miedo siga siendo el lenguaje dominante, la muerte seguirá ocupando espacios que deberían pertenecer al diálogo, y la historia de Colombia seguirá escribiéndose en funerales.
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