No hay mejor antídoto contra la locura mediática, que leer a este gran filósofo

Montaigne, el eterno contemporáneo, ofrece en sus ensayos una profunda reflexión sobre la vida y el yo que sigue siendo esencial en nuestro agitado siglo XXI

Por: HERNANDO URRIAGO BENÍTEZ. Universidad del Valle (Colombia).
marzo 04, 2025
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No hay mejor antídoto contra la locura mediática, que leer a este gran filósofo

Una mañana del pasado enero sentí que el duendecillo que habita en toda biblioteca empujó el tercer tomo de Ensayos de Michel de Montaigne y prácticamente lo arrojó en mis manos.

Tolle, lege, parecía decir desde su silenciosa y microscópica condición fantasmal. "Toma y lee", mejor dicho. Y así fue como en ocasión del Año Nuevo, durante un enero trepidante, padecí el Mal de Montaigne, que no es otro que la ensayitis aguda y cuya panacea encuentra el enfermo en las páginas inmortales del gentilhombre de Guyena, en aquella Francia del siglo XVI.

Toma y lee a Montaigne. Léelo a cualquier edad. Vuelve a él siempre. A contrapelo, Stefan Zweig, uno de sus biógrafos tardíos, dice en El Legado de Europa que Montaigne sólo es legible en determinados momentos de la vida: "No se puede ser demasiado joven, ni tampoco carecer de experiencia y desengaños, para poder apreciarlo como es debido, y su pensamiento libre e imperturbable es aún más beneficioso cuando se muestra a una generación que, como la nuestra, ha sido arrojada por el destino a una catarata mundial de proporciones catastróficas".

En algo comparto la idea, pero no del todo, porque tropezarse con Montaigne en la juventud incluso puede ser tediosamente fascinante si aprendemos a escuchar su prosa a veces farragosa, a veces demasiado anacrónica para nuestros vacuos y frenéticos días electromagnéticos. 

Mi experiencia habla: en la edad de la veintena, leí parte de sus ensayos. Algunos me cautivaron, otros hicieron que cerrara la puerta a ese torrente de ideas descosidas. Pero hoy, cuando llegué a la dorada edad del medio siglo, releer, cuando no que en verdad leer a Montaigne de cabo a rabo, del prólogo ("Este es un libro de buena fe, lector...") al último de los 107 ensayos ('De la experiencia', que cierra el tercer tomo) fue una de las mejores experiencias lectoras de mi vida.

Lo digo porque en efecto, tal como confirma Zweig en otras páginas, cuando estamos inmersos en la lectura de Montaigne, este "se convierte en mi hermano indispensable, en mi amigo, mi amparo y mi consuelo, pues ¡qué desesperadamente parecido es su destino al nuestro". Él, que vivió entreguerras religiosas y fanatismos variopintos, vive el nacimiento del yo y del orden subjetivo en conflicto con el mundo real del poder, donde pervive cierta heteronomía en lo moral y una falsa sensación de civilidad respecto al bárbaro Nuevo Mundo recién "descubierto". Pero sobre todo Montaigne escribe a la luz de la enfermedad y del dolor propios, al acecho de la muerte (cuando la expectativa de vida en el Renacimiento estaba cifrada, a lo sumo, en los cincuenta años), acongojado por el deceso de su único amigo (el joven filósofo Étienne de La Boétie) y apurado porque le queda poco tiempo para encontrar el mayor objeto de su empresa (y de la nuestra): el sí mismo, el mundo interior, la voz autorreflexiva, el susurro autoconsciente.

Hoy, en pleno siglo XXI tan creído en su falso repliegue sobre el yo, cuando más bien cunde el exhibicionismo que hace las delicias del orden vigilante mimetizado en algorítmos, el regreso a Montaigne resulta más que necesario. Porque necesitamos que la docta ignorancia aplaque esa pedantería del sabelotodo de las redes sociales y del marketing. Hoy decimos informarlo, saberlo, decirlo y comprenderlo todo, pero en verdad, si deconocemos la complejidad y riqueza del mundo propio, estamos condenados a ser presa de los buitres mediáticos, que devoran nuestro tiempo y lucran con la ingenuidad del importantismo de internet. 

Montaigne escribe cosas tan absolutamente actuales como estas sobre el mejor modo de educar a niños y niñas, con templanza pero sin violencia: "la formación debe conducirse con una dulzura severa, no como suele hacerse. En lugar de incitar a los niños a las letras, lo cierto es que no se les ofrece otra cosa que horror y crueldad".

Montaigne defiende la soledad del alma, distinta a la desolación del ser, opuesta desde luego al aislamiento social. Dice entonces: "Ésta es la verdadera soledad, que puede gozarse en medio de las ciudades y de las cortes de los reyes; pero se goza con más comodidad aparte".

Montaigne es veleta, como todo ser humano, del destino, y entonces agradece haber llegado hasta la edad que cumple, consciente como está advertido de que la muerte llega en cualquier momento: "Así pues, mi opinión es considerar que la edad a la que hemos llegado es una edad que poca gente alcanza. Puesto que por regla general los hombres no llegan hasta aquí, es señal de que estamos muy avanzados. Y puesto que hemos rebasado los límites habituales, que son la verdadera medida de nuestra vida, no debemos esperar ir mucho más allá".

Sin duda, una de las sentencias de Montaigne más aplicables, adaptables, incorporables en todos los tiempos y específicamente en el nuestro es: "Recógete; encontrarás en ti mismo los argumentos de la naturaleza contra la muerte, verdaderos y los más apropiados para utilizarlos en caso de necesidad".

Porque en pleno siglo XXI, con el desmadre del yo, estamos siempre excedidos, siempre en el mundo del afuera, pescando en el río revuelto depresiones, ansiedades, falsas verdades provenientes de profetas, estafadores y reyes de autoayuda.

Mejor dicho: Toma y lee (o relee) a Montaigne, eterno contemporáneo, influencer, terapéuta, cómplice y amigo.

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