“Cuando la ley y la moral se contradicen una a otra, el ciudadano confronta la cruel alternativa de perder su sentido moral o perder su respeto por la ley”.Frédéric Bastiat
El colombiano promedio no es diferente a cualquier otro ser humano que sobrevive bajo la realidad creada del Estado, esa gran ficción intersubjetiva en donde todo el mundo trata de vivir a costillas del otro. Algunos como Yuval Noah Harari le llaman a eso: cooperación social; y permitió al Homo Sapiens erguirse sobre los otros homínidos y a las sociedades humanas desarrollarse. De ahí que los que en Colombia y en la mayoría del mundo hicieron, hacen y harán las leyes, sostienen un doble discurso. El primero es el de servicio a los demás, el de legislar para las mayorías; y el segundo, el que subyace, es hacerlo en beneficio propio o de quien los financie con base en la defensa de sus intereses, convirtiéndose el político en un vil saqueador de saco y corbata, que esquilma para sí en menor proporción, porque su servilismo alimenta sobre todo las fauces de un depredador mayor del erario.
La cuestión es que cuando ese saqueo es organizado por ley para ganancia de los que hacen las leyes y de quienes los pusieron allá, pues hay una manada que trata de entrar de alguna manera al banquete de los buitres insaciables. A eso le llaman: carrera política o administrativa. Es lo que hemos visto desde siempre en el congreso de la república, en las asambleas de los departamentos y en los concejos de los municipios de la nación. En todo el andamiaje del Estado. Una depredación sin límites de los recursos de todos para beneficio de unos cuantos que manosean el sistema legal o jurídico para hacerse con los negocios a partir de información privilegiada. A eso le llaman: contratación con el Estado. Y reitero, siempre ha sido así. El gran desorden mundial que hoy vemos y padecemos, obedece a dos fenómenos tan antiguos como la humanidad misma: la ansía de riqueza y de poder.
Esa doble ambición que antes se ocultaba o se cubría con otros discursos como el nacionalismo, el socialismo, el capitalismo, el sindicalismo y tantos otros ismos; o el carisma, o el liderazgo o tantos otros ropajes del egocentrismo, ahora no solo se justifica sin vergüenza, sino que se vocifera con descaro y se expone en los medios masivos de comunicación —que son propiedad también de quienes mandan a hacer las leyes a su amaño y acomodo—, como la redención del mundo y la salvación de la humanidad.
En Colombia la tarea es meticulosa y sin escrúpulos, orquestada a través de los medios. Los viejos oligarcas (expresidentes, exministros, excongresistas, etc.) que tuvieron la posibilidad de hacer y no hicieron o hicieron para ellos y los suyos, se oponen a toda aquella propuesta de cambio que vaya en contra de los intereses del gran poder económico que en realidad representan, es decir, de los viejos plutócratas (empresarios, cacaos, terratenientes, narcos, contrabandistas, etc.) que ponen sus alfiles legisladores a ‘trabajar’ en Cámara y Senado en acérrima oposición con argumentación falaz y desorientada.
Entonces, una horda de desinformados, amparados en la libertad expresión y la nula capacidad de pensamiento crítico, apoya a sus opresores históricos. Los planes de gobierno desde que somos república difieren un poco, cambian algo aquí o por allá del discurso de tanto en tanto, pero los supuestos planificadores son siempre los mismos. Hay una clase política cerrada, una especie de cofradía sellada, de castas impenetrables, que se valen de sujetos corruptos que son fusibles del sistema. A ese espectáculo deplorable ha asistido desde siempre Colombia y buena parte de la humanidad. Por eso el impulso para un verdadero cambio debe venir de abajo, no de arriba, de los ciudadanos y no del legislador. No ocurre en la historia que quien provoque el problema lo solucione. No es con populismos ni de izquierda ni de derecha que se van a solucionar nuestros problemas.
El populismo es una doctrina que socava la democracia, la vacía del poco sentido que aún le queda y que se reduce al derecho a ejercer el acto de votar, no siempre de elegir; y que conduce al aniquilamiento de la libertad y de la dignidad humanas.
Bien lo expresó el economista y legislador francés Frédéric Bastiat, mermado en su vitalidad por la tuberculosis: “Hay gente que cree que el saqueo pierde toda su inmoralidad tan pronto como se legaliza”. Y lo dijo uno los mayores teóricos del liberalismo de la historia, un entusiasta del libre comercio y del pacifismo, por si alguien percibe algún tufillo mamertoide en la cita.
Entonces se comprende la ignorancia política y la inmadurez democrática de una sociedad que se ve representada en frases como ¡Plata es plata y plomo es lo que hay! Y que está en contra de los cambios que buscan su beneficio y no la perpetuidad de los saqueadores de saco y cortaba.
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