En los últimos días, la muerte del exsenador y excandidato presidencial Miguel Uribe Turbay ha desatado una avalancha de análisis políticos, mediáticos y sociales. La opinión pública se ha centrado incluso en aspectos superficiales, como el comportamiento de su viuda durante las exequias, si lloró o sonrió, o si cumplió con los rituales esperados por la sociedad.
Sin embargo, cabe plantear un escenario distinto: ¿qué habría ocurrido si el atentado en Cúcuta contra Gustavo Petro, años atrás, hubiese sido real y letal? ¿Qué reacción habrían tenido los sectores más radicales de sus seguidores, muchos de ellos hoy vinculados como contratistas del Estado? Seguramente se habría exigido un duelo nacional de varios días, misas solemnes en la Catedral Primada de Bogotá y homenajes oficiales, mientras sectores populares habrían cuestionado la hipocresía de un país que llora a unos pocos y normaliza la muerte cotidiana de miles de ciudadanos anónimos.
En aquel entonces, Petro vivió episodios de riesgo en Cúcuta, ciudad marcada por su complejidad política y social. En el barrio Atalaya, una de las comunas más grandes y representativas de la capital nortesantandereana, se registró un evento multitudinario en el que por primera vez un líder de izquierda logró llenar la plaza. Detrás de la tarima, paradójicamente, se encontraba el exalcalde Ramiro Suárez, señalado como instigador de agresiones pasadas contra el propio Petro.
Aunque el evento contó con garantías políticas, la seguridad fue deficiente: no se revisó a muchas de las personas que asistieron, como si se quisiera dejar abierta la posibilidad de un ataque. Si un magnicidio hubiera ocurrido en esas circunstancias, los seguidores del hoy presidente habrían reaccionado con indignación, exigiendo justicia y juzgando cada gesto de Verónica Alcocer y de sus hijos, en un escrutinio mediático similar al que hoy se le hace a la familia de Uribe Turbay.
Desde una mirada crítica, esta reflexión muestra cómo la polarización ha erosionado la empatía en Colombia, llevando a la ciudadanía a ver en el otro únicamente a un adversario político y no a un ser humano. El país parece estar atrapado en dinámicas históricas de odio, comparables a la Guerra de los Mil Días, solo que ahora bajo la división entre “Petristas” y “Uribistas”.
Miguel Uribe, como cualquier otro líder, debía ser derrotado en las urnas, no eliminado con violencia. Lo mismo habría ocurrido con Petro si un grupo extremista hubiera atentado contra él antes de llegar al poder: sus seguidores habrían responsabilizado al Estado, e incluso podría haberse desencadenado una guerra civil. En un escenario imaginario, Colombia habría enfrentado nuevamente el surgimiento de grupos armados y un proceso de reconstrucción marcado por el resentimiento. Como advertía Karl Marx, ese futuro de odio perpetuo sería una utopía negativa, una muestra del fracaso colectivo de la democracia.
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