En medio del ruido político, mediático y judicial que rodea el proceso contra el expresidente Álvaro Uribe, ha pasado casi desapercibido un dato que, en una democracia madura, debería ser motivo de orgullo institucional: el perfil de la jueza que tiene a su cargo la decisión.
La jueza Heredia representa un caso ejemplar de acceso por mérito a la administración de justicia. De origen provinciano, con formación en una universidad de clase media, ha hecho carrera dentro del aparato judicial desde los niveles más bajos, hasta llegar a su cargo actual a través de un concurso de méritos. Su historia no responde al libreto tradicional de las élites jurídicas ni al privilegio de apellidos o conexiones. Responde, más bien, a ese ideal tantas veces proclamado y tan pocas veces real: la meritocracia.
En contextos de alta polarización, ese dato importa. Porque el respeto a las decisiones judiciales no puede fundarse en la simpatía política ni en la pertenencia de clase, sino en la legitimidad del proceso, la idoneidad de quien decide y las garantías del debido proceso. En este caso, todo eso parece estar presente.
Y, sin embargo, el debate público se ha concentrado en el resultado del fallo —que ni siquiera ha ocurrido— más que en la solidez institucional del procedimiento. Desde uno y otro extremo del espectro político se anticipan ataques, lecturas ideológicas o celebraciones desbordadas, como si el proceso fuera un capítulo más en la contienda electoral y no un asunto de justicia penal.
Frente a este panorama, conviene recordar lo obvio: el fallo que emita la jueza Heredia, sea condenatorio o absolutorio, será objeto de revisión en las instancias superiores, como corresponde en un Estado de derecho. No es una decisión aislada ni definitiva. Es parte de un proceso más amplio, con controles, recursos y contrapesos.
Lo que sí es definitivo es el mensaje que enviamos como sociedad: ¿defenderemos una justicia guiada por la preparación, la trayectoria y la independencia? ¿O seguiremos atrapados en la lógica binaria del espectáculo político, donde la verdad solo importa si favorece a “los nuestros”?
A la jueza Heredia, más allá del fallo, es respetar el camino institucional que ella representa. En un país como Colombia, donde el poder tiende a repartirse entre amigos, esa figura no debería ser vista como un dato menor, sino como una oportunidad para creer —al menos por esta vez— que la justicia puede funcionar sin interferencias.
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