La ciudad baja el volumen. En Semana Santa, el ritmo se suaviza, el tráfico se diluye y el ruido se convierte en susurro. Es como si las calles respiraran más hondo y nos invitaran a ver, oler y sentir la vida urbana desde otros sentidos, desde otras frecuencias. Para muchas familias, comunidades y creyentes católicos, estos días traen consigo la solemnidad profunda de los rituales: la pasión, muerte y resurrección de Cristo se conmemoran en procesiones que arrastran pasos lentos por avenidas y callejones. El viacrucis se vuelve escena viva, y el relato milenario de la salvación se encarna en cuerpos, gestos, oraciones y canciones. Mientras tanto, las pantallas—siempre atentas—reportan todo con el vaivén de sus narrativas múltiples: algunas devotas, otras más turísticas, y muchas simplemente espectadoras.
Hay quienes deciden quedarse; y es ahí donde aparece otro regalo: una ciudad distinta, más desnuda, más disponible. Una ciudad sin prisa
En medio del marco litúrgico, en una sociedad que se va diversificando en creencias y descreimientos, la Semana Santa mantiene su peso simbólico, pero emergen otras tendencias y sensibilidades, abriendo paso a un fenómeno multitudinario de movilidad humana. El calendario laboral ofrece una pausa que cada quien llena a su manera: desde la peregrinación espiritual hasta el chapuzón caribeño, algunos toman ruta hacia los templos, otros hacia la playa, y muchos simplemente regresan al nido familiar, buscando abrazos que no están necesariamente en la liturgia, pero que también curan. Aun así, hay quienes deciden quedarse; y es ahí donde aparece otro regalo: una ciudad distinta, más desnuda, más disponible. Una ciudad sin prisa. Esos días son perfectos para el arte del callejear sin objetivo fijo, de caminar pausado, deambulando como quien explora un paisaje ya conocido, pero con otros ojos, con los ojos que no corren.
Para los que amamos recorrer la ciudad por fuera de los mapas turísticos, esta época es una delicia; las calles, plazas y parques se abren como un libro cuyas páginas estaban pegadas, aparecen rincones que siempre estuvieron ahí, pero que el ajetreo cotidiano había dejado en la sombra; emerge a la vista un grafiti nuevo, un árbol florecido, una banca vacía que invita a sentarse y mirar. La ciudad, por fin, se deja palpar con calma y en medio de ese andar, quizá lo más valioso no sea el destino, sino lo que pasa adentro de uno: la oportunidad de reflexionar sobre la vida, sobre nuestras formas de habitarla, sobre cómo amar más suave, más profundo, más presente. Semana Santa puede ser eso también: una pausa para el alma y una oración interna que celebre la existencia.
Así, ya sea desde el recogimiento religioso, el descanso playero, el reencuentro familiar o el paseo urbano sin rumbo que recomiendo, estos días nos regalan una circunstancia adecuada para habitar el tiempo de otra manera y eso, en el mundo que vivimos, ya es un pequeño milagro. Va el deseo de buen callejeo, con reflexión, con calma. Nos vemos en la próxima esquina.
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