En los últimos días, el rector de la Universidad Autónoma del Caribe, Jorge Senior Martínez, a través de su cuenta de X, así como en recientes declaraciones a distintos medios de comunicación, ha expresado su intención de cambiar la naturaleza jurídica de la institución —de privada a pública— como fórmula para sortear la grave crisis económica y administrativa que aqueja a esa casa de estudios.
La idea ha generado ruido, no tanto por su viabilidad, sino por la incertidumbre que produce ver cómo la educación superior en Colombia se desmorona como un castillo de arena bajo la marea. Pero, precisamente porque el diagnóstico de las universidades privadas del país es urgente, la receta no puede ser improvisada.
Convertir a la Autónoma en universidad pública para «salvarla» sería como cambiarle el letrero a un hospital en ruinas. La fachada sería otra, pero los cimientos seguirían podridos. Antes que una solución, la propuesta revela el desconocimiento —o la omisión— de la deuda histórica que el Estado colombiano arrastra con las instituciones de educación superior (IES) públicas del país, así como de las complejidades financieras y misionales que enfrentan las universidades privadas.
Los claustros de educación privada no colapsan por falta de una personería pública, sino por los mismos males que padece toda la educación superior: insuficiencia presupuestal, opacos modelos de gobernanza, clientelismo, falta de vigilancia y un mercado voraz que trata a la educación como mercancía. Que una universidad privada tenga problemas económicos, como en el caso de la Autónoma, no la hace automáticamente candidata a nacionalizarse. Menos aún en un país en que las IES públicas han sido históricamente subfinanciadas y abandonadas.
Recordemos que el déficit de las universidades oficiales asciende los 18 billones de pesos, según el Sistema Universitario Estatal (SUE). Recordemos también que durante años hemos visto cómo docentes y estudiantes toman las calles para exigir al Estado lo que les corresponde: más recursos, más planta docente, más infraestructura, menos tercerización. La universidad pública colombiana ha sobrevivido gracias a la dignidad de quienes la habitan, más no porque el sistema educativo nacional goce de bacanales financieras.
Así pues, ante la deuda histórica, ¿es sensato sumar nuevas instituciones públicas sin resolver primero el hambre de las que ya existen? ¿Cómo imaginar que nacionalizar una universidad privada es viable cuando las universidades públicas no alcanzan a cubrir ni la demanda actual ni sus propias necesidades? ¿Cuál es el criterio político, jurídico y económico con que el rector de Uniautónoma determinó que sería factible para el Ministerio de Educación Nacional asumir la responsabilidad de una universidad cuya deuda —en consecuencia del ánimo de lucro y las incapacidades administrativas— se estima en 176 mil millones de pesos? Eso sería como invitar a más comensales a una mesa en la que ya no hay pan.
Este caso en particular delata la precarización de la educación superior en Colombia, pero no basta con cambiar un rótulo para sanar esa herida. Si en realidad el Estado quisiese rescatar a las universidades privadas en crisis, la solución implicaría plantear reformas estructurales que garanticen la transparencia en su manejo, que protejan los derechos laborales de sus trabajadores y que promuevan un modelo solidario, no especulativo, para la educación superior.
Pues, primero, habría que saldar los deberes históricos con las instituciones públicas, fortalecer la vigilancia estatal, ampliar las fuentes de financiación del sistema y, sobre todo, recordar que la educación no es una empresa con accionistas, sino un derecho que no admite regateos. Además, el compromiso estatal tendría que ajustarse a la situación general de todas las universidades del régimen privado y no a la condición específica de una en particular.
Nacionalizar a la Autónoma, sin más, es un despropósito jurídico y presupuestal. ¿Con qué recursos se financiaría? ¿Quién asumiría las deudas acumuladas por las malas administraciones? ¿Qué implicaciones tendría para la autonomía universitaria y para los miles de estudiantes de las demás universidades públicas que ya ven cómo se recorta cada año el presupuesto? Sin embargo, más grave aún es que el rector Jorge Senior no haya consultado ni hecho partícipe de la elaboración de esa propuesta a estudiantes, docentes, trabajadores y egresados.
Ha decidido, en solitario, someterla a la sesión próxima del Consejo Superior como si el destino de la universidad le perteneciera, porque el debate se ha despertado en función de sus comunicaciones por X y sus pronunciamientos en medios de comunicación, pero hoy no se conoce ni siquiera el borrador. Esa actitud desconoce la esencia misma de la vida universitaria, que exige participación y diálogo, y la reduce a un simple decreto vertical. Es, en el fondo, una muestra de su irresponsabilidad y de su autoritarismo.
Para solucionar los problemas de la Universidad Autónoma del Caribe no es necesario cambiar su naturaleza jurídica, en tanto que la iniciativa de Senior parece estar ligada a sus dogmas ideológicos y al desespero de crear una expectativa en torno a su gestión, porque ese es un trámite que no depende de él ni del Consejo Superior, sino del Congreso de la República y de la realidad presupuestal de la educación nacional que, como es sabido, no tiene camas para tanta gente.
Empero, sí es de la competencia de Jorge Senior buscar alternativas más realistas y posibles para aumentar las matrículas y los ingresos, pagar las obligaciones laborales, recuperar la infraestructura de Uniautónoma y mantener el prestigio de dicha alma máter, siendo que hasta hoy su administración «no ha mejorado nada, pero sí lo ha empeorado todo», como bien diría el padre Francisco De Roux.
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