Once ejecutivos de Chiquita Brands han sido declarados culpables por financiar el paramilitarismo en Colombia. La noticia sacude con fuerza, pero no por sorpresa. Durante años, las comunidades de Urabá gritaron lo que hoy confirma una corte: que esta multinacional no solo exportaba banano, sino también muerte, despojo y terror.
La sentencia no solo condena a una empresa: delata una estructura de complicidades políticas, judiciales y mediáticas que blindó a los criminales de cuello blanco.
Una de esas voces al servicio del encubrimiento fue la de Yohir Akerman, periodista y columnista de la revista Cambio, quien testificó a favor de los ejecutivos de Chiquita. Sí, el mismo que se presenta como conciencia crítica del poder terminó poniéndose del lado del capital manchado de sangre. ¿Qué clase de periodista se sienta en un tribunal a defender a quienes financiaron masacres? ¿Con qué ética se regresa luego a escribir columnas sobre derechos humanos?
Y no estuvo solo. También lo hizo Marta Lucía Ramírez, la exvicepresidenta de la República, vieja amiga del narco "Memo Fantasma", con quien compartió asuntos que hoy pretende borrar de la historia. La misma, que habla de legalidad con la boca llena, se prestó para encubrir —con su voz pausada y su apariencia institucional— a una empresa condenada por financiar el terror.
Ambos son parte de una misma élite que opera en bloque: políticos que prestan su nombre, periodistas que limpian la imagen de los poderosos, y empresas que compran impunidad mientras el pueblo entierra a sus muertos.
La participación de Akerman no es anecdótica, es sintomática. Habla del estado actual de un sector del periodismo que ha sido capturado por las élites, disfrazado de independencia, y convertido en escudo del poder económico. Porque no olvidemos que Cambio, la revista donde escribe, ha servido como plataforma de una oposición selectiva: crítica cuando se trata del gobierno popular, pero ciega ante los negocios de las grandes empresas o las tramas de sus amigos.
Lo que pasó con Chiquita es la punta de un iceberg. ¿Cuántas otras empresas han comprado silencio? ¿Cuántos periodistas han negociado su pluma por acceso, prestigio o favores? ¿Cuántas verdades han sido archivadas para no incomodar a los patrones del capital?
El fallo judicial, aunque tardío, tiene valor. No solo por lo que castiga, sino por lo que revela: que incluso los poderosos pueden caer, que la impunidad no es eterna, y que las redes de complicidad se pueden romper.
Pero también deja tareas pendientes. Una de ellas, quizás la más urgente, es desmontar ese periodismo acomodado, ese que se traviste de denuncia mientras sirve a los de siempre. Ese que se indigna con los gobiernos populares, pero calla ante el crimen empresarial. Ese que señala con un dedo, mientras con el otro firma contratos, declara a favor de multinacionales o edita verdades incómodas.
Porque no hay democracia posible si el periodismo se convierte en cómplice. Y no hay memoria digna si el relato lo escriben quienes defendieron al verdugo.
También le puede interesar:
Anuncios.
Anuncios.